24 oct 2019

Charlas de viaje II: Montreal, jazz y café




Víctor Barrera

Con afecto para Genèviere Flahault y Michel Beauséjour

Cuando se llega al Aeropuerto de Dorval en Montreal se tiene la sensación de estar en un sitio donde el esfuerzo humano parece haberle ganado temporalmente la batalla a la naturaleza; pues la ciudad aparece llena de puentes que comunican espacios entre pequeñas zonas pegadas al mar; como una especie de telaraña hidráulica que quisiera mantener sujeta una ciudad mediante un esqueleto enmarañado.

Montreal es un espacio cosmopolita saturado de una enorme variedad de ideas, personas, situaciones u oportunidades. Orgulloso de su pasado, es posible observar banderas de tamaños diversos colgadas de ventanas, portales y astas. Todas ellas como exigiendo respeto a sus raíces y a su orgullosa pertenencia a la provincia francófona: Québec.

Puede observarse en primer lugar quién es el dueño de ese territorio: su majestad el peatón. Al igual que la mayoría de las ciudades europeas, en Montreal existe un enorme respeto por la persona que se atreve con pleno derecho a pasear por sus calles, parques y plazas. Nadie parece tener duda de cuál es la razón del lugar, quien por gusto de sus pobladores y demandado por su cultura, enarbola un sentimiento que les une y fortalece: el respeto a la dignidad humana.

Le siguen en esa escala su placer por el deporte al aire libre; de ahí que sea tan popular observar personas de todas las edades circular sobre patines o bicicletas (le velo); incluso existe en Montreal una enorme ciclo pista que rodea la ciudad como una modesta invitación a mantener esta tradición, además, claro, de una buena cantidad de caminos y parques donde se puede disfrutar solo o en familia de ese deporte que bien puede bautizarse como uno de los pasatiempos favoritos en Montreal. 

Además para beneplácito de sus ciudadanos y asombro de quienes venimos de otras culturas, el sistema de transporte subterráneo, le metro, ofrece uno de sus vagones para quienes deseen transportarse con todo y bicicleta. Así cuando alguien llega a la estación deseada, baja del metro y vuelve a tomar alguna de las calles de Montreal sin problema alguno. Otros prefieren utilizar un par de minutos sentados sobre las escaleras para cambiar el calzado de uso cotidiano por un par de veloces patines que seguramente les hará transitar por las calles más rápidamente y sobre todo con un mayor placer.

En los andenes del Metro, los anuncios luminosos marcan la hora en la que habrá de llegar el siguiente tren y ante la incredulidad de sus visitantes, yo entre ellos, el tren llega exactamente a la hora definida ¡Qué horror! Sólo queda tiempo para pensar ¿Qué harán estas personas cuando las cosas no funcionan como se debe? y entonces ¿Hay que echar mano de toda la creatividad posible? ¿Qué harán estas personas sin fiscalías especiales, encapuchados, y mítines donde los rijosos muestran desnudos sus miserias para presionar a las autoridades y satisfacer sus demandas?

La diversidad étnica de Montreal es evidente: hay chinos, latinos, africanos, incluso hasta canadienses. Los habitantes provenientes del oriente cuyos orígenes son difíciles de distinguir para alguien proveniente de culturas tan diferentes, patentizan dicha diversidad. Hay chinos, vietnamitas, japoneses, al igual que africanos de color marrón en tonalidades diversas, de la India; todos ellos llegados de tierras lejanas con su idioma y tradiciones, la comida incluida, razón por la cual es posible encontrar tanta variedad culinaria al alcance de todos. Quizá se deba a algo parecido a una maldición, dicho sea en el mejor de los sentidos, producto de la invasión que las tropas francesas hicieron en el pasado a algunos de esos países. Montreal como parte de la provincia de Québec, depositaria por méritos propios de la tradición francesa en América, se apresta a darles cobijo como si quisiera buscar una identidad propia, congruente con una de las características que le hace única: La tolerancia.

Los hispano parlantes venidos de Europa y Sudamérica aderezan el panorama de tal suerte que no es complicado encontrar quien hable con uno un español desenfadado, solidario y fraternal. No es difícil evidenciar el resultado de tan compleja red humana: se puede observar un varón de tez oscura formando pareja con una dama caucásica y lo contrario, ya de por sí inusual para quienes venimos de otras latitudes. La ciudad intenta convencer del nuevo orden que reina en Montreal, que bien pude resumirse como un no hay orden alguno, tan sólo diversidad. Se puede observar parejas formadas por orientales y canadienses, latinos y africanos, y ¡africanos y chinos!

En Montreal la diversidad está presente en todos los planos de la sociedad, incluida en la preferencia sexual; es por ello que la comunidad homosexual es respetada profusamente. Hay zonas, espectáculos y literatura específicamente diseñados. Incluso el gobierno de la ciudad ratifica su respeto en ese sentido, en una fotografía donde se observa parejas de sexos iguales o diferentes, sobre alguna colina de Mont Royal. La fotografía está colocada a manera de cartel junto a otras en una exhibición pública sobre la avenida McGill.

Así, ese enorme complejo étnico de sabores diversos y gustos alternativos, se funden en otra pasión de que caracteriza Montreal: el jazz. Ungidos como reyes, entronizados por mérito propio, Ella Fitzgerald y Louis Armstrong encabezan las listas de popularidad. Su música puede escucharse con frecuencia por las calles y cafés de la ciudad. Las tonalidades sincopadas revolotean en el ambiente, no puede evitarse echar a volar la imaginación, experimentar su sensibilidad y traer hacia sí mismo pensamientos o reflexiones filosóficas. Quizá nadie como la raza negra ha sabido captar mejor el alma de la música y plasmarla en ritmos cadenciosos, sensuales, evocadores. Louis, Ella y muchos otros jazzistas permiten a propios y extraños usurpar por necesidad, notas musicales sobre las cuales transportarse en un viaje fantástico de alcances ilimitados, como una exigencia tal que permita deshacerse de la rutina, del trabajo, de los problemas, y retornar entonces a una realidad de forma más conciente, fortalecido y dispuesto a no dejarse atrapar por la desesperanza o las propuestas sin solución. 

Aunado a la música, el aroma del café recién preparado satura otro sitio privilegiado de Montreal: las librerías. A diferencia de otras, los comercios de esta clase ofrecen a sus visitantes la posibilidad de tomarse el tiempo necesario para sentarse a revisar los libros que hayan despertado su atención. La mayoría de los establecimientos permite a sus visitantes utilizar los sillones ubicados en los corredores de la librería. De esta manera, el lector puede disfrutar la lectura seleccionada o bien acompañarlo de una taza de café, si lo desea, de la cafetería local ubicada en el centro del establecimiento.

En esa muchedumbre quebecquense destaca por su belleza otro elemento de singular presencia: la mujer. A manera de siluetas vaporosas, la mujer de Montreal se desplaza sigilosamente por las avenidas, locales y andenes. Como una viviente estatuilla de mármol, la mujer recorre los sitios más inhóspitos de la ciudad. De cintura estrecha y pechos erguidos, su cuerpo es bañado por la luz matinal del verano; su esbeltez es cubierta por vestidos de una sola pieza que parece escurrirle por todo el cuerpo, a manera de cascada que busca sin éxito encontrar un camino único hacia donde dirigir su carrera. Su belleza tiene dimensiones variables. La diversidad étnica se manifiesta nuevamente. Los rasgos de diferentes colores se hacen patentes. Pero en todas ellas pueden advertirse sin lugar a dudas, una misma razón, un mismo atributo. La edad no parece ser importante. Es fácil diferenciar entre ellas a quienes son madres o abuelas; sin embargo su belleza las une, armoniza, las hace únicas. Como si todas las hembras del mundo estuviesen unidas por un hílo mágico que les permitiese mantenerse comunicadas.

Probablemente nada hubiese sido lo mismo sin haber conocido a un personaje singular que el destino puso en mi camino: Michel Beausejour. Además de un buen amigo, era mi casero. La aventura comenzó aquel día cuya jornada se había convertido en un complicado día de viaje. Eran casi las 3:30 de la mañana cuando desde el aeropuerto solicité a Michel su ayuda para desplazarme hacia el lugar que habría de ser mi casa por varias semanas. Apareció repentinamente un hombre de cabellera cana, barba hirsuta, de caminar apresurado y a pesar de las altas horas de la noche, con una enorme sonrisa. Parecía un personaje sacado de algunas de las novelas de Cervantes; de hecho su apariencia asemejaba la figura de un legendario Quijote cabalgando ya no sobre las rubias praderas de la Mancha, sino de blanquiazules estepas de Québec.

La charla de Michel estaba llena de ingenio, humor, optimismo. A todas mis quejas, él siempre encontraba una respuesta llena de esperanza. Ex profesor de Economía de la Universidad de Québec, esposo amoroso de Genèviere, padre de Nathalie y abuelo de las hermosas Sara y Ana, Michel es un hombre realmente bondadoso, educado, amante de la cultura y por supuesto defensor del orgullo quebecquese. El frontal de su casa teñido de azul podía distinguirse a lo lejos, con barandales y pasamanos del mismo tono que contrastaban con el blanco de puertas y ventanas, como si quisiera dejar claro cuál es el sentido de su vida y por supuesto el lugar donde habita su corazón. Aunque habla fluidamente los dos idiomas oficiales del país, es evidente su gusto por el francés. Respetuoso a más no poder, Michel representa la figura del hombre altruista por antonomasia. A poco tiempo de conocerlo mi familia ya lo había rebautizado como: Michel, el hombre que era demasiado feliz.

Finalmente como una especie de argamasa que todo solidifica, el francés da forma y sentido a toda la comunidad de Montreal. El idioma permite establecer nexos y tradiciones. El caso de Montreal no es la excepción. El francés herencia de sus antepasados, le da la posibilidad a la provincia de Québec de establecer características singulares que van más allá del simple encadenamiento de fonemas. Hoy no es desconocido para los lingüistas, el hecho de considerar al idioma algo más que cultura. El idioma conlleva características no sólo relacionadas con las tradiciones: implica contextos tanto filosóficos como sociales, por decir lo menos. Así la comunidad francófona de Montreal establece costumbres, criterios y formas de ver la vida. Al igual que el Francés, la vida en Montreal parece estar ligada a la simplicidad, el buen gusto, la elegancia. Incluso es notorio para sus visitantes, un rechazo sutil para quien se atreve a hablar en inglés; de hecho parecen preferir la comunicación en cualquier otro idioma, excepto el inglés. Como culturas en ocasiones extrañas entre sí, los dos idiomas conviven lo más armoniosamente posible; sin embargo la preferencia es evidente. La arquitectura, las calles, los estilos de vida son realmente contrastantes. Sus propiedades y diferencias saltan a la vista. Por un lado está el inglés como un idioma aparentemente racional, objetivo, pragmático; por otro, al francés más subjetivo, impreciso, lúdico y vivencial.

La vida es simple, decía el lema en playeras, gorras y souvenirs: "Manger, dormir et parler le français". Así a manera de sello impreso en un pasaporte, Montreal deja su huella en cada uno de sus visitantes. Tal como ocurre en otras ciudades del mundo, incluso las del país natal, una persona al visitar un lugar siempre se lleva consigo algo de ese sitio; como un acto majestuoso de comunión (común-unión), donde se deja un poco de lo que se tiene y se toma algo para sustituirlo. La magia estaba hecha. El contacto se había establecido. Nadie era ya el mismo. El encantamiento había surtido efecto.



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