24 oct 2019

Charlas de viaje I: Fresno, un punto de encuentro



Víctor Barrera

Dedicado a los Doctores
Alfredo Cuellar, Cecilio Orozco (QEPD) y sus familias


El avión aterrizó en el aeropuerto Benito Juárez de la ciudad de México. Eran las 5:28 p.m. Todo había terminado. El nudo en mi garganta se hizo más evidente y un escalofrío recorrió mi cuerpo. Sin saber exactamente el porqué, sentí deseos de llorar. Aunque no era la primera vez que salía del país y visitaba los EEUU, sí era la primera vez que tenía una sensación tan especial. Los recuerdos se agolparon en mi mente. Una multitud de sensaciones, destellos y confusiones se vieron de pronto entremezclados. Descendí del avión. Nervioso tomé mi equipaje de mano y me encaminé hacia la salida. Los corredores de aeropuerto, las salas de espera y el barullo de sus habitantes en nada eran los de costumbre. Nada parecía ser lo mismo. Todo era diferente y al mismo tiempo nada había cambiado.

Mientras caminaba, mi mente, en una vertiginosa mirada, se posó sobre el momento cuatro semanas antes, cuando me despedía de mi familia. Nunca nos habíamos separado. Siempre habíamos estado juntos de alguna manera. El vuelo de United Airlines estaba listo para partir hacia Denver, para su destino final la ciudad de Fresno en California, EEUU. Horas más tarde las primeras imágenes del Valle de San Joaquín aparecieron a través de la ventanilla del avión. Era un hermoso paisaje adornado con multitud de tonalidades azul verdoso que matizaban una pradera que parecía extenderse sin fin. El día como si fuese una clásica tarde veraniega, con nubes abigarradas, espacios apenas distinguibles por entre ellas y una sensación de humedad que se filtraba en todo el ambiente.

Rápidamente recogimos nuestro equipaje y buscamos en ese pequeño pero bello aeropuerto a quien habría de ser las próximas semanas nuestro tutor, colega y maestro: el Doctor Alfredo Cuellar. No tenía la seguridad de haber comprendido si él estaría esperándonos o de si tendríamos que buscar por cuenta propia la dirección para nuestro alojamiento. Casi frente a nosotros y en plena salida hacia las salas de espera, una sonriente dama de pelo rizado, hermoso rostro y porte elegante que semejaba al de una princesa de la Grecia antigua, se mostró ante nosotros. Con una enorme amabilidad y una actitud que demostraba sin duda la de una persona educada, nos dio la bienvenida a nombre de nuestro tutor. Esposa y mujer abnegada de Alfredo, Ana María hizo todo lo necesario para hacernos sentir bien recibidos. Con su acento característico que me hizo recordar la ese y la equis aspiradas del sur de España; su voz no distinguía los sonidos entre la “s” y la “j”. Como si quisiera cubrir de terciopelo cada uno de sus comentarios. Nuestras primeras horas en Fresno de alguna manera fueron un bello presagio de lo que serían el resto.

En contraste, Jeannette, quien habría de ser nuestra casera representaba la típica mujer estadounidense. Precisa, amable, respetuosa y en muchos sentidos, cuidadosa de los límites de sus pensamientos. Cada una de esas primeras experiencias definió de alguna manera el contraste que viviríamos en ese hermoso valle y que parecía emular el tema de una vieja película hollywoodense: la sensatez y los sentimientos.

Al día siguiente, como sería de ahí y hasta el final, un caballero de recia figura llamó a la puerta de nuestra casa a temprana hora. Se trataba del Dr. Alfredo Cuellar. Un hombre inquieto, entusiasta, hiperactivo, se presentó ante nosotros y nos dio la bienvenida. Quitó su calzado a la entrada de la casa, costumbre no muy agradable dadas las bajas temperaturas de la zona, pero que Jeannette habría de solicitarnos como parte del ritual sagrado que habríamos de seguir día a día. De inmediato comenzó el proceso de instrucción. El recibidor fue rápidamente declarado como sala de juntas pro-tempore. Alfredo es una persona digna de conocer. Hombre educado, vasto en experiencia y con un enorme deseo de ayudar a su prójimo, nos detalló cuál sería la intención de nuestra estancia. La visita habría de desarrollarse en la Escuela de Educación y Desarrollo Humano de la Universidad Estatal de California. Se disculpó por no haber estado a nuestra llegada, pues se encontraba fuera del país haciendo lo que parecía ser la razón de ser de su vida: ayudar a otros. Una especie de modus operandi profesional que más tarde habríamos de ratificar.

Preciso, abundante en sus comentarios, racional, kinestésico, volátil, efusivo, apasionado, lapidario, avasallador, tajante, sensible, empático, solidario y respetuoso, Alfredo representaba algo así como imagino fueron los miembros del Calmecac, crisol de la nobleza y escuela de mayor jerarquía donde la raza mexica acostumbrada a preparar a los caballeros águilas. Miembros distinguidos quienes habrían de guiar el destino de su pueblo. Académico, deportista y orador nato, Alfredo representó un ejemplo en muchos sentidos de cómo un profesor universitario puede trascender las fronteras políticas y multiculturales de dos naciones que un destino siempre astuto y aleccionador parece haber ubicado geográficamente tan cerca, pero ideológicamente tan lejos: los EEUU y México.

Si me preguntaran cuál fue la mayor de las experiencias vividas en California, respondería sin duda que fue la convivencia social con la comunidad méxico-americana. No significa que la experiencia académica no haya sido grata; por el contrario fue gracias a ésta o con el pretexto de ella, que la vida me permitió conocer la existencia de un México que aunque no me era ajeno, si me era totalmente desconocido. Quienes vivimos en México hemos escuchado más de una vez acerca de los problemas migratorios. La vida de los connacionales que por la necesidad o la oportunidad, se ven obligados a dejar el país. Pero al menos en mi caso, no había tenido la oportunidad de vivir en carne propia la enorme influencia, trabajo e impronta social que la comunidad chicana ha dejado en un país como los EEUU.

Es otro México” alguna vez nos dijo Alfredo. Pensé que se trataba de una expresión metafórica. Pronto me daría cuenta que no era así. La comunidad méxico-americana representa otra parte de México, con sus propios problemas, maneras de ser, inquietudes, esperanzas y miedos. Bien podría decirse que la comunidad mexicana que vive en los EEUU, representa un estado más de la república mexicana. Quizá porque la vida los orilló a mantenerse físicamente alejados, ellos han tendido que permanecer entre sí, más unidos que nunca. Golpeados por los pensamientos de las nuevas generaciones, la comunidad ha tratado de mantener sus tradiciones, como una especie de hilo de plata que les mantuviera unida su alma al corpus de la mexicanidad. En más de una ocasión llegué a sentirme menos mexicano que ellos. Su amor por México era incuestionable.

Como resultado de esa experiencia no menos aleccionadora, fue conocer de labios del Dr. Cecilio Orozco, una de las más bellas historias que alguien me ha relatado: la historia de nuestro pueblo, el origen de nuestra raza, el Tao de la cultura mesoamericana, una visita al sancta sanctorum de la raza nahuatl: el significado de la Piedra del Sol; quien hasta ese momento erróneamente conocía como calendario azteca. Una frase en algunos de los escritos del Dr. Orozco bien podría ser invitación a conocer ese misterio: “no es calendario porque no predice los días, y no es azteca porque no proviene de aztlán…”. Hombre de letras y ex profesor de la facultad de educación de la Universidad de California, el maestro Cecilio Orozco había recibido y colaborado a su vez con el Lic. Alfonso Rivas Salmón en el descubrimiento de los orígenes de pueblo mexica. Me llevé una gran sorpresa cuando el maestro Cecilio me hizo saber que los orígenes de dicho pueblo se ubican en el estado de Utah, cerca de Salt Lake City.

Habíamos acordado dedicarle una tarde para que el Dr. Cecilio Orozco nos relatara esa historia y cómo junto con el profesor Alfonso Rivas, habían llegado a tan extraordinarias conclusiones. El día había llegado y tuvimos la oportunidad de escuchar directo del maestro la versión sobre el origen de nuestro pueblo. El Maestro Cecilio, era un hombre de andar pausado, espíritu reposado, gustoso de compartir con sus amigos sus experiencias y su cariño. Una persona de rostro afable, con una vida matizada por la experiencia que da el haber dedicado su vida a la academia en un país que aún hoy, ve a la persona de origen mexicano como alguien no muy confiable respecto de su eficiencia y profesionalismo.

El maestro Cecilio es una prueba viviente de que cuando se tienen la convicción, la entereza y los tamaños para aceptar los retos que el devenir les impone, los resultados pueden sorprender a todos. Sin más armas que su preparación y el arrojo para mostrar a una sociedad huraña lo que puede hacer una persona cuando le asiste la razón, el maestro Cecilio representa para muchos de nosotros un ejemplo a seguir, no sólo en el extranjero sino incluso dentro del país mismo.

El Dr. Cecilio Orozco se aprestó a relatarnos con toda amabilidad, la historia de nuestros orígenes. Preparó lo necesario. Con la ayuda siempre valiosa de su amada esposa Laurita, comenzó a describirnos paso a paso, cómo había sido en el inicio de los tiempos, el nacimiento del México-Tenochtitlan. A medida que el Maestro Cecilio iba describiendo nuestra historia, basado en todo momento en los símbolos burilados en la Piedra del Sol, mi sorpresa iba en aumento. La lógica de los hechos astronómicos y los eventos históricos encajaban con tal precisión que no dejaba lugar a dudas. No podía creer que aquel monolito que tantas había visto impreso en libros, monedas, carteles y llaveros, pudiese contener tal cantidad de conocimiento. No sabía si sorprenderme por la enorme cantidad de información que celosamente guardaban sus símbolos o por la manera por demás encriptada de sus códigos. 

El Maestro Cecilio convertido de facto en un moderno Tlacaelel iba paso a paso levantando el velo a Isis, sin que nada pudiese evitarlo. Todo en un instante, tuvo un majestuoso sentido; como si de pronto miles de años de una pesada ignorancia se hubiesen desplomado. La herencia de los abuelos siempre estuvo frente a nosotros para que como reza la cita bíblica, “el que tenga ojos para ver, que vea”. Ellos, los huehues, habían tenido el cuidado de dejarnos evidencias y mostrarnos de forma velada cuál era nuestro origen, de dónde venimos y quiénes somos; pero sobre todo, como un recordatorio venido desde lo más profundo de nuestras raíces, el compromiso implícito como herederos de la raza cósmica de saber exactamente, hacia dónde vamos.

A partir de ese momento, las cosas para mi no fueron iguales. Aprovecharía el conocimiento que deja la convivencia con una comunidad académica en el extranjero. Recibí de los colegas de la universidad el apoyo para conocer más sobre el fenómeno educativo. Hubo visitas, reuniones, recorridos, charlas, cátedras formales e informales. Cada día había nuevos temas que revisar, nuevos conceptos que deliberar, nuevas estrategias que aprender. Recorrer la escuela de educación a diario, convivir con sus integrantes, conversar con sus miembros, saborear juntos de una siempre oportuna taza de café, comer de sus platillos, caminar por sus jardines, cruzar sus plazoletas, hurgar en sus bases de datos, hojear sus documentos, nada hubiera sido posible sin la ayuda de nuestros amigos mexico-americanos. Sin embargo de forma por demás curiosa aunque no inesperada y sí bastante frecuente, tuve que viajar al extranjero para aprender más sobre mi país. Salí de México para conocer más acerca de México.

Así Fresno, una pequeña ciudad situada en medio del valle San Joaquín y casi en el centro del California, me había enseñado una vez más que las casualidades no existen; que los hechos circunstanciales se dan sólo en el limitado campo de la ciencia; que la razón de ser y el futuro de un pueblo puede encontrarse intempestivamente, en la representación idílica de nuestras fantasías, en el agitado mundo de nuestros anhelos, en las contradicciones aparentes de nuestros comportamientos y en la inescrutable realidad de nuestros sueños.




Charlas de viaje II: Montreal, jazz y café




Víctor Barrera

Con afecto para Genèviere Flahault y Michel Beauséjour

Cuando se llega al Aeropuerto de Dorval en Montreal se tiene la sensación de estar en un sitio donde el esfuerzo humano parece haberle ganado temporalmente la batalla a la naturaleza; pues la ciudad aparece llena de puentes que comunican espacios entre pequeñas zonas pegadas al mar; como una especie de telaraña hidráulica que quisiera mantener sujeta una ciudad mediante un esqueleto enmarañado.

Montreal es un espacio cosmopolita saturado de una enorme variedad de ideas, personas, situaciones u oportunidades. Orgulloso de su pasado, es posible observar banderas de tamaños diversos colgadas de ventanas, portales y astas. Todas ellas como exigiendo respeto a sus raíces y a su orgullosa pertenencia a la provincia francófona: Québec.

Puede observarse en primer lugar quién es el dueño de ese territorio: su majestad el peatón. Al igual que la mayoría de las ciudades europeas, en Montreal existe un enorme respeto por la persona que se atreve con pleno derecho a pasear por sus calles, parques y plazas. Nadie parece tener duda de cuál es la razón del lugar, quien por gusto de sus pobladores y demandado por su cultura, enarbola un sentimiento que les une y fortalece: el respeto a la dignidad humana.

Le siguen en esa escala su placer por el deporte al aire libre; de ahí que sea tan popular observar personas de todas las edades circular sobre patines o bicicletas (le velo); incluso existe en Montreal una enorme ciclo pista que rodea la ciudad como una modesta invitación a mantener esta tradición, además, claro, de una buena cantidad de caminos y parques donde se puede disfrutar solo o en familia de ese deporte que bien puede bautizarse como uno de los pasatiempos favoritos en Montreal. 

Además para beneplácito de sus ciudadanos y asombro de quienes venimos de otras culturas, el sistema de transporte subterráneo, le metro, ofrece uno de sus vagones para quienes deseen transportarse con todo y bicicleta. Así cuando alguien llega a la estación deseada, baja del metro y vuelve a tomar alguna de las calles de Montreal sin problema alguno. Otros prefieren utilizar un par de minutos sentados sobre las escaleras para cambiar el calzado de uso cotidiano por un par de veloces patines que seguramente les hará transitar por las calles más rápidamente y sobre todo con un mayor placer.

En los andenes del Metro, los anuncios luminosos marcan la hora en la que habrá de llegar el siguiente tren y ante la incredulidad de sus visitantes, yo entre ellos, el tren llega exactamente a la hora definida ¡Qué horror! Sólo queda tiempo para pensar ¿Qué harán estas personas cuando las cosas no funcionan como se debe? y entonces ¿Hay que echar mano de toda la creatividad posible? ¿Qué harán estas personas sin fiscalías especiales, encapuchados, y mítines donde los rijosos muestran desnudos sus miserias para presionar a las autoridades y satisfacer sus demandas?

La diversidad étnica de Montreal es evidente: hay chinos, latinos, africanos, incluso hasta canadienses. Los habitantes provenientes del oriente cuyos orígenes son difíciles de distinguir para alguien proveniente de culturas tan diferentes, patentizan dicha diversidad. Hay chinos, vietnamitas, japoneses, al igual que africanos de color marrón en tonalidades diversas, de la India; todos ellos llegados de tierras lejanas con su idioma y tradiciones, la comida incluida, razón por la cual es posible encontrar tanta variedad culinaria al alcance de todos. Quizá se deba a algo parecido a una maldición, dicho sea en el mejor de los sentidos, producto de la invasión que las tropas francesas hicieron en el pasado a algunos de esos países. Montreal como parte de la provincia de Québec, depositaria por méritos propios de la tradición francesa en América, se apresta a darles cobijo como si quisiera buscar una identidad propia, congruente con una de las características que le hace única: La tolerancia.

Los hispano parlantes venidos de Europa y Sudamérica aderezan el panorama de tal suerte que no es complicado encontrar quien hable con uno un español desenfadado, solidario y fraternal. No es difícil evidenciar el resultado de tan compleja red humana: se puede observar un varón de tez oscura formando pareja con una dama caucásica y lo contrario, ya de por sí inusual para quienes venimos de otras latitudes. La ciudad intenta convencer del nuevo orden que reina en Montreal, que bien pude resumirse como un no hay orden alguno, tan sólo diversidad. Se puede observar parejas formadas por orientales y canadienses, latinos y africanos, y ¡africanos y chinos!

En Montreal la diversidad está presente en todos los planos de la sociedad, incluida en la preferencia sexual; es por ello que la comunidad homosexual es respetada profusamente. Hay zonas, espectáculos y literatura específicamente diseñados. Incluso el gobierno de la ciudad ratifica su respeto en ese sentido, en una fotografía donde se observa parejas de sexos iguales o diferentes, sobre alguna colina de Mont Royal. La fotografía está colocada a manera de cartel junto a otras en una exhibición pública sobre la avenida McGill.

Así, ese enorme complejo étnico de sabores diversos y gustos alternativos, se funden en otra pasión de que caracteriza Montreal: el jazz. Ungidos como reyes, entronizados por mérito propio, Ella Fitzgerald y Louis Armstrong encabezan las listas de popularidad. Su música puede escucharse con frecuencia por las calles y cafés de la ciudad. Las tonalidades sincopadas revolotean en el ambiente, no puede evitarse echar a volar la imaginación, experimentar su sensibilidad y traer hacia sí mismo pensamientos o reflexiones filosóficas. Quizá nadie como la raza negra ha sabido captar mejor el alma de la música y plasmarla en ritmos cadenciosos, sensuales, evocadores. Louis, Ella y muchos otros jazzistas permiten a propios y extraños usurpar por necesidad, notas musicales sobre las cuales transportarse en un viaje fantástico de alcances ilimitados, como una exigencia tal que permita deshacerse de la rutina, del trabajo, de los problemas, y retornar entonces a una realidad de forma más conciente, fortalecido y dispuesto a no dejarse atrapar por la desesperanza o las propuestas sin solución. 

Aunado a la música, el aroma del café recién preparado satura otro sitio privilegiado de Montreal: las librerías. A diferencia de otras, los comercios de esta clase ofrecen a sus visitantes la posibilidad de tomarse el tiempo necesario para sentarse a revisar los libros que hayan despertado su atención. La mayoría de los establecimientos permite a sus visitantes utilizar los sillones ubicados en los corredores de la librería. De esta manera, el lector puede disfrutar la lectura seleccionada o bien acompañarlo de una taza de café, si lo desea, de la cafetería local ubicada en el centro del establecimiento.

En esa muchedumbre quebecquense destaca por su belleza otro elemento de singular presencia: la mujer. A manera de siluetas vaporosas, la mujer de Montreal se desplaza sigilosamente por las avenidas, locales y andenes. Como una viviente estatuilla de mármol, la mujer recorre los sitios más inhóspitos de la ciudad. De cintura estrecha y pechos erguidos, su cuerpo es bañado por la luz matinal del verano; su esbeltez es cubierta por vestidos de una sola pieza que parece escurrirle por todo el cuerpo, a manera de cascada que busca sin éxito encontrar un camino único hacia donde dirigir su carrera. Su belleza tiene dimensiones variables. La diversidad étnica se manifiesta nuevamente. Los rasgos de diferentes colores se hacen patentes. Pero en todas ellas pueden advertirse sin lugar a dudas, una misma razón, un mismo atributo. La edad no parece ser importante. Es fácil diferenciar entre ellas a quienes son madres o abuelas; sin embargo su belleza las une, armoniza, las hace únicas. Como si todas las hembras del mundo estuviesen unidas por un hílo mágico que les permitiese mantenerse comunicadas.

Probablemente nada hubiese sido lo mismo sin haber conocido a un personaje singular que el destino puso en mi camino: Michel Beausejour. Además de un buen amigo, era mi casero. La aventura comenzó aquel día cuya jornada se había convertido en un complicado día de viaje. Eran casi las 3:30 de la mañana cuando desde el aeropuerto solicité a Michel su ayuda para desplazarme hacia el lugar que habría de ser mi casa por varias semanas. Apareció repentinamente un hombre de cabellera cana, barba hirsuta, de caminar apresurado y a pesar de las altas horas de la noche, con una enorme sonrisa. Parecía un personaje sacado de algunas de las novelas de Cervantes; de hecho su apariencia asemejaba la figura de un legendario Quijote cabalgando ya no sobre las rubias praderas de la Mancha, sino de blanquiazules estepas de Québec.

La charla de Michel estaba llena de ingenio, humor, optimismo. A todas mis quejas, él siempre encontraba una respuesta llena de esperanza. Ex profesor de Economía de la Universidad de Québec, esposo amoroso de Genèviere, padre de Nathalie y abuelo de las hermosas Sara y Ana, Michel es un hombre realmente bondadoso, educado, amante de la cultura y por supuesto defensor del orgullo quebecquese. El frontal de su casa teñido de azul podía distinguirse a lo lejos, con barandales y pasamanos del mismo tono que contrastaban con el blanco de puertas y ventanas, como si quisiera dejar claro cuál es el sentido de su vida y por supuesto el lugar donde habita su corazón. Aunque habla fluidamente los dos idiomas oficiales del país, es evidente su gusto por el francés. Respetuoso a más no poder, Michel representa la figura del hombre altruista por antonomasia. A poco tiempo de conocerlo mi familia ya lo había rebautizado como: Michel, el hombre que era demasiado feliz.

Finalmente como una especie de argamasa que todo solidifica, el francés da forma y sentido a toda la comunidad de Montreal. El idioma permite establecer nexos y tradiciones. El caso de Montreal no es la excepción. El francés herencia de sus antepasados, le da la posibilidad a la provincia de Québec de establecer características singulares que van más allá del simple encadenamiento de fonemas. Hoy no es desconocido para los lingüistas, el hecho de considerar al idioma algo más que cultura. El idioma conlleva características no sólo relacionadas con las tradiciones: implica contextos tanto filosóficos como sociales, por decir lo menos. Así la comunidad francófona de Montreal establece costumbres, criterios y formas de ver la vida. Al igual que el Francés, la vida en Montreal parece estar ligada a la simplicidad, el buen gusto, la elegancia. Incluso es notorio para sus visitantes, un rechazo sutil para quien se atreve a hablar en inglés; de hecho parecen preferir la comunicación en cualquier otro idioma, excepto el inglés. Como culturas en ocasiones extrañas entre sí, los dos idiomas conviven lo más armoniosamente posible; sin embargo la preferencia es evidente. La arquitectura, las calles, los estilos de vida son realmente contrastantes. Sus propiedades y diferencias saltan a la vista. Por un lado está el inglés como un idioma aparentemente racional, objetivo, pragmático; por otro, al francés más subjetivo, impreciso, lúdico y vivencial.

La vida es simple, decía el lema en playeras, gorras y souvenirs: "Manger, dormir et parler le français". Así a manera de sello impreso en un pasaporte, Montreal deja su huella en cada uno de sus visitantes. Tal como ocurre en otras ciudades del mundo, incluso las del país natal, una persona al visitar un lugar siempre se lleva consigo algo de ese sitio; como un acto majestuoso de comunión (común-unión), donde se deja un poco de lo que se tiene y se toma algo para sustituirlo. La magia estaba hecha. El contacto se había establecido. Nadie era ya el mismo. El encantamiento había surtido efecto.



8 oct 2019

Historias de taxistas





El taxista
Llegué a la esquina de la avenida principal. Me ubiqué debajo de un árbol para cobijarme con su sombra y comencé a voltear en sentido contrario de la calle en busca del primer taxi que pudiera atenderme. Después de un rato levanté la mano al primer taxi que apareció en la avenida. Pasó frente a mí sin siquiera inmutarse y frenó en la esquina. Bajó una persona del automóvil y le pregunté si estaba libre. Asintió. Subí a un automóvil compacto. Semi-destartalado. Lleno de suciedad y manchas por todos lados.

El chofer era un hombre de alrededor de 60 años, de tez morena y rostro fuertemente ajado por la vida y quizá el calor que producía conducir un taxi durante todo el día a altas temperaturas. Era una personaje que parecía salido de algún cómic: cejas pobladas, hirsutas a manera de espinas que sobresalían de forma evidente desde su frente. Su rostro terso, con una piel brillante, azabache, de apariencia y facciones endurecidas, que en momentos parecía estar hecha de un plástico grueso a manera de máscara de carnaval. Sus ojos negros y saltones, terminaban con enormes surcos causados quizá de tanto reír, en unas evidentes patas de gallo, que envidiarían los mismos gallos. Un bigote ancho, ralo, canoso, arriba del cual su rostro remataba con una enorme nariz aguileña. Su pelo ensortijadodesordenado, semicanoso, caía sobre su nuca de forma apelmazadpor el uso del algún tipo de grasa, que terminaba siendo un plasta apretujada de pelo grasiento. Podría decir en suma que asemejaba un personaje mitad animatronic y mitad humano.


Hora pico

Me preguntó a dónde me dirigía. Respondí y para "llenar" el silencio,  intenté iniciar la conversación con algún comentario simple y trillado:

-Es la hora pico ¿no?- dije en forma semi risueña y queriendo agradar
-Eso no existe- dijo en forma tajante 
-¿Cómo?- pregunte con timidez 
-Sí, no existe la hora pico - agregó con aire conocedor -Lo que ocurre es todos quieren ir como en carrozano les gusta tomar rutas alternas; además están componiendo la calle y por eso hay cuellos de botella - comentó el taxista de forma malhumorada y tratando de poner orden a mi discurso de novato .
-No hay tráfico, yo no veo tráfico ¿Dónde está?- preguntó de forma atemorizante, mientras yo guardaba silencio

-Lo que pasa es que la gente no sabe- agregó como parte del inicio de su lección-
-El otro día un señor me hizo la parada, detuve el automóvil y le dije que no podía llevarlo; el cliente molestó me respondió "¿Entonces por qué se detuvo?"; mire, le dije, me detuve por dos razones: una para decirle que no podía llevarlo y la otra, se la dejo de tarea.

En otra ocasión otro señor- dijo el taxista ya haciendo muecas, sonidos e imitaciones- me hizo la parada del lado contrario de la calle por dónde iba, me empezó a chiflar y como no le respondí, mandó un chiflido "fi fi fi, fi fi "-
-Así no se puede- dijo molesto el taxista- ¿Qué piensan estas personas que yo puedo darme la vuelta sobre el camellón para atenderlos?
-Además, tienen que hacer la parada con anticipaciónNo puedo detenerme en cualquiera lado- terminó de decir a manera de colofón, mientras engullía una tras otra, las "semillas" que durante todo el relato no dejó de comer y cuyas cáscaras  tiraba a la calle, sin recato alguno.


El cuñado 

El taxista saca de su bolsa de la camisa un teléfono celular, de esos que parece regalarían en una caja de cereal o en alguna muy modesta promoción de electrónicos. Una equipo analógico, donde recibía llamadas y mensajes de texto, cuyo funcionamiento no sabía que aún existía. 

-Mire- de dijo mostrándome la micro pantalla del celular- este cab*.* me  llamó a las 12:30, para decirme que si podía pasar por él. Es mi cuñado. Me paga lo que le da su chin*.* gana... yo no le cobro. Pero la verdad es que de todos mis cuñados ... ora verá- y empezó a hacer cuentas con sus dedos para recordar cuántas hermanas tenía- de todos mis cuñados, es el que mejor mejor me cae-

-mire- volvió a mostrarme la micro pantalla de su celular- a las 12:45 ya me estaba llamando otra vez-
-A veces- continuó el taxista- le tengo que inventar cualquier cosa: que estoy ocupado o que ando muy lejos, porque la verdad, pues no me conviene: Mire hago 50 minutos de ida y otros 40 de venida, y sólo me paga el regreso... no me sale-

-Pero entonces ¿Por qué no le dice que no puede ir por él y ya?- Pregunté de forma por demás ingenua-

El taxista me respondió con una sonrisa pícara y casi infantil:

-¡Ah!... pos... es que me cae re-bien -



El cocido 

-Yo cuido mucho a mis hermanas. El otro día fui a visitar a la tercera- me dijo obligándome a recordar las cuentas que había hecho con sus dedos-
-Le lleve un pollo y 3 kilos de cocido- comentó el taxista- y le dije: Ten para que comas-
-Entonces llegó su marido- dijo el taxista - y me preguntó que por qué le había llevado comida y yo le respondí: Es para que coma mi hermana, no es para ti. Si ella te quiere dar... -
-Además- continuó el taxista- Tú no tienes nada qué decirme qué hacer con mi dinero; ni a mi esposa que es mi esposa, se lo permito, contimás a ti- 

-¿Ya no te acuerdas cuando ponían a mi hermana a fregar con zacate y jerga los ladrillos de la cocina de tu mamá?- dice que le preguntó a su cuñado- Tú lo que querías era una criada para que te lavara tus put*.* calzones, nomás-

-El otro día te pregunté- dice que comentó el taxista a su cuñado - que por qué tenía mi hermana los ojos llorosos y me contestaste que era porque estaba sentimental… ¿tú crees que una mujer de su edad pueda estar sentimental? … ¡Ni madres! Tú le hiciste algo-
-Escúchame bien porque no repito las cosas- el taxista  dijo a su cuñado- Va una: le vuelves hacer algo a mi hermana y te "parto tu madre", aquí frente a ella- 


El juego

Nuestro viaje estaba por terminar y el taxista, en un tono y gestos que me recordó las viejas radionovelas, continuaba hablándome de su vida. Yo estaba morbosamente interesado en sus palabras, sus dichos, sus cambios de voz cuando interpretaba a los personajes de sus historias.

-El otro día vi a mi otra hermana con un ojo de cotorra- dijo el taxista
-Y yo le pregunté ¿Qué te pasó? ... Ella me respondió que nada y yo le dije, cómo que nada... ya empezaste hablar, ora síguele y dime qué pasó-

Una vez que supo la respuesta, el taxista dice que se dirigió a la casa de ellos para hablar con su otro cuñado. Su sobrino abrió la puerta y dijo:
-Quiubole hijo ¿Está tu papá ?- preguntó 
-Sí lo voy a llamar- dijo el sobrino
-¿Qué pasó cuñao? - dijo el marido 
-Oye ¿que aventaste a mi hermana al sillón? Vengo a que me avientes ora' mi.- dijo el taxista 
-No cuñao... es que estamos jugando- Le respondió 
-Ah bueno pues ahora juega conmigo ¿no?- le dijo el taxista 
-Y entonces- dijo el taxista - mi cuñado se "deshizo", empezó a llorar y ofrecer disculpas 
-ok ... va una: a la siguiente te rompo "tu madre"- dice que advirtió a su cuñado 



Llegamos a mi destino y el taxista me dice - ¿Ya lo dormí, verdad ? 
-No- le respondí - Me gusta mucho escuchar esos relatos 
-¿Es esto lo que le debo?- pregunté señalando el taxímetro 
-Sí- me dijo el taxista. 
-Redondee  la cuenta y cóbreme- le dije
-No, no, no.... aquí hay cambio- me dijo y tomó exacto la cantidad que marcaba el taxímetro.