24 oct 2019

Charlas de viaje I: Fresno, un punto de encuentro



Víctor Barrera

Dedicado a los Doctores
Alfredo Cuellar, Cecilio Orozco (QEPD) y sus familias


El avión aterrizó en el aeropuerto Benito Juárez de la ciudad de México. Eran las 5:28 p.m. Todo había terminado. El nudo en mi garganta se hizo más evidente y un escalofrío recorrió mi cuerpo. Sin saber exactamente el porqué, sentí deseos de llorar. Aunque no era la primera vez que salía del país y visitaba los EEUU, sí era la primera vez que tenía una sensación tan especial. Los recuerdos se agolparon en mi mente. Una multitud de sensaciones, destellos y confusiones se vieron de pronto entremezclados. Descendí del avión. Nervioso tomé mi equipaje de mano y me encaminé hacia la salida. Los corredores de aeropuerto, las salas de espera y el barullo de sus habitantes en nada eran los de costumbre. Nada parecía ser lo mismo. Todo era diferente y al mismo tiempo nada había cambiado.

Mientras caminaba, mi mente, en una vertiginosa mirada, se posó sobre el momento cuatro semanas antes, cuando me despedía de mi familia. Nunca nos habíamos separado. Siempre habíamos estado juntos de alguna manera. El vuelo de United Airlines estaba listo para partir hacia Denver, para su destino final la ciudad de Fresno en California, EEUU. Horas más tarde las primeras imágenes del Valle de San Joaquín aparecieron a través de la ventanilla del avión. Era un hermoso paisaje adornado con multitud de tonalidades azul verdoso que matizaban una pradera que parecía extenderse sin fin. El día como si fuese una clásica tarde veraniega, con nubes abigarradas, espacios apenas distinguibles por entre ellas y una sensación de humedad que se filtraba en todo el ambiente.

Rápidamente recogimos nuestro equipaje y buscamos en ese pequeño pero bello aeropuerto a quien habría de ser las próximas semanas nuestro tutor, colega y maestro: el Doctor Alfredo Cuellar. No tenía la seguridad de haber comprendido si él estaría esperándonos o de si tendríamos que buscar por cuenta propia la dirección para nuestro alojamiento. Casi frente a nosotros y en plena salida hacia las salas de espera, una sonriente dama de pelo rizado, hermoso rostro y porte elegante que semejaba al de una princesa de la Grecia antigua, se mostró ante nosotros. Con una enorme amabilidad y una actitud que demostraba sin duda la de una persona educada, nos dio la bienvenida a nombre de nuestro tutor. Esposa y mujer abnegada de Alfredo, Ana María hizo todo lo necesario para hacernos sentir bien recibidos. Con su acento característico que me hizo recordar la ese y la equis aspiradas del sur de España; su voz no distinguía los sonidos entre la “s” y la “j”. Como si quisiera cubrir de terciopelo cada uno de sus comentarios. Nuestras primeras horas en Fresno de alguna manera fueron un bello presagio de lo que serían el resto.

En contraste, Jeannette, quien habría de ser nuestra casera representaba la típica mujer estadounidense. Precisa, amable, respetuosa y en muchos sentidos, cuidadosa de los límites de sus pensamientos. Cada una de esas primeras experiencias definió de alguna manera el contraste que viviríamos en ese hermoso valle y que parecía emular el tema de una vieja película hollywoodense: la sensatez y los sentimientos.

Al día siguiente, como sería de ahí y hasta el final, un caballero de recia figura llamó a la puerta de nuestra casa a temprana hora. Se trataba del Dr. Alfredo Cuellar. Un hombre inquieto, entusiasta, hiperactivo, se presentó ante nosotros y nos dio la bienvenida. Quitó su calzado a la entrada de la casa, costumbre no muy agradable dadas las bajas temperaturas de la zona, pero que Jeannette habría de solicitarnos como parte del ritual sagrado que habríamos de seguir día a día. De inmediato comenzó el proceso de instrucción. El recibidor fue rápidamente declarado como sala de juntas pro-tempore. Alfredo es una persona digna de conocer. Hombre educado, vasto en experiencia y con un enorme deseo de ayudar a su prójimo, nos detalló cuál sería la intención de nuestra estancia. La visita habría de desarrollarse en la Escuela de Educación y Desarrollo Humano de la Universidad Estatal de California. Se disculpó por no haber estado a nuestra llegada, pues se encontraba fuera del país haciendo lo que parecía ser la razón de ser de su vida: ayudar a otros. Una especie de modus operandi profesional que más tarde habríamos de ratificar.

Preciso, abundante en sus comentarios, racional, kinestésico, volátil, efusivo, apasionado, lapidario, avasallador, tajante, sensible, empático, solidario y respetuoso, Alfredo representaba algo así como imagino fueron los miembros del Calmecac, crisol de la nobleza y escuela de mayor jerarquía donde la raza mexica acostumbrada a preparar a los caballeros águilas. Miembros distinguidos quienes habrían de guiar el destino de su pueblo. Académico, deportista y orador nato, Alfredo representó un ejemplo en muchos sentidos de cómo un profesor universitario puede trascender las fronteras políticas y multiculturales de dos naciones que un destino siempre astuto y aleccionador parece haber ubicado geográficamente tan cerca, pero ideológicamente tan lejos: los EEUU y México.

Si me preguntaran cuál fue la mayor de las experiencias vividas en California, respondería sin duda que fue la convivencia social con la comunidad méxico-americana. No significa que la experiencia académica no haya sido grata; por el contrario fue gracias a ésta o con el pretexto de ella, que la vida me permitió conocer la existencia de un México que aunque no me era ajeno, si me era totalmente desconocido. Quienes vivimos en México hemos escuchado más de una vez acerca de los problemas migratorios. La vida de los connacionales que por la necesidad o la oportunidad, se ven obligados a dejar el país. Pero al menos en mi caso, no había tenido la oportunidad de vivir en carne propia la enorme influencia, trabajo e impronta social que la comunidad chicana ha dejado en un país como los EEUU.

Es otro México” alguna vez nos dijo Alfredo. Pensé que se trataba de una expresión metafórica. Pronto me daría cuenta que no era así. La comunidad méxico-americana representa otra parte de México, con sus propios problemas, maneras de ser, inquietudes, esperanzas y miedos. Bien podría decirse que la comunidad mexicana que vive en los EEUU, representa un estado más de la república mexicana. Quizá porque la vida los orilló a mantenerse físicamente alejados, ellos han tendido que permanecer entre sí, más unidos que nunca. Golpeados por los pensamientos de las nuevas generaciones, la comunidad ha tratado de mantener sus tradiciones, como una especie de hilo de plata que les mantuviera unida su alma al corpus de la mexicanidad. En más de una ocasión llegué a sentirme menos mexicano que ellos. Su amor por México era incuestionable.

Como resultado de esa experiencia no menos aleccionadora, fue conocer de labios del Dr. Cecilio Orozco, una de las más bellas historias que alguien me ha relatado: la historia de nuestro pueblo, el origen de nuestra raza, el Tao de la cultura mesoamericana, una visita al sancta sanctorum de la raza nahuatl: el significado de la Piedra del Sol; quien hasta ese momento erróneamente conocía como calendario azteca. Una frase en algunos de los escritos del Dr. Orozco bien podría ser invitación a conocer ese misterio: “no es calendario porque no predice los días, y no es azteca porque no proviene de aztlán…”. Hombre de letras y ex profesor de la facultad de educación de la Universidad de California, el maestro Cecilio Orozco había recibido y colaborado a su vez con el Lic. Alfonso Rivas Salmón en el descubrimiento de los orígenes de pueblo mexica. Me llevé una gran sorpresa cuando el maestro Cecilio me hizo saber que los orígenes de dicho pueblo se ubican en el estado de Utah, cerca de Salt Lake City.

Habíamos acordado dedicarle una tarde para que el Dr. Cecilio Orozco nos relatara esa historia y cómo junto con el profesor Alfonso Rivas, habían llegado a tan extraordinarias conclusiones. El día había llegado y tuvimos la oportunidad de escuchar directo del maestro la versión sobre el origen de nuestro pueblo. El Maestro Cecilio, era un hombre de andar pausado, espíritu reposado, gustoso de compartir con sus amigos sus experiencias y su cariño. Una persona de rostro afable, con una vida matizada por la experiencia que da el haber dedicado su vida a la academia en un país que aún hoy, ve a la persona de origen mexicano como alguien no muy confiable respecto de su eficiencia y profesionalismo.

El maestro Cecilio es una prueba viviente de que cuando se tienen la convicción, la entereza y los tamaños para aceptar los retos que el devenir les impone, los resultados pueden sorprender a todos. Sin más armas que su preparación y el arrojo para mostrar a una sociedad huraña lo que puede hacer una persona cuando le asiste la razón, el maestro Cecilio representa para muchos de nosotros un ejemplo a seguir, no sólo en el extranjero sino incluso dentro del país mismo.

El Dr. Cecilio Orozco se aprestó a relatarnos con toda amabilidad, la historia de nuestros orígenes. Preparó lo necesario. Con la ayuda siempre valiosa de su amada esposa Laurita, comenzó a describirnos paso a paso, cómo había sido en el inicio de los tiempos, el nacimiento del México-Tenochtitlan. A medida que el Maestro Cecilio iba describiendo nuestra historia, basado en todo momento en los símbolos burilados en la Piedra del Sol, mi sorpresa iba en aumento. La lógica de los hechos astronómicos y los eventos históricos encajaban con tal precisión que no dejaba lugar a dudas. No podía creer que aquel monolito que tantas había visto impreso en libros, monedas, carteles y llaveros, pudiese contener tal cantidad de conocimiento. No sabía si sorprenderme por la enorme cantidad de información que celosamente guardaban sus símbolos o por la manera por demás encriptada de sus códigos. 

El Maestro Cecilio convertido de facto en un moderno Tlacaelel iba paso a paso levantando el velo a Isis, sin que nada pudiese evitarlo. Todo en un instante, tuvo un majestuoso sentido; como si de pronto miles de años de una pesada ignorancia se hubiesen desplomado. La herencia de los abuelos siempre estuvo frente a nosotros para que como reza la cita bíblica, “el que tenga ojos para ver, que vea”. Ellos, los huehues, habían tenido el cuidado de dejarnos evidencias y mostrarnos de forma velada cuál era nuestro origen, de dónde venimos y quiénes somos; pero sobre todo, como un recordatorio venido desde lo más profundo de nuestras raíces, el compromiso implícito como herederos de la raza cósmica de saber exactamente, hacia dónde vamos.

A partir de ese momento, las cosas para mi no fueron iguales. Aprovecharía el conocimiento que deja la convivencia con una comunidad académica en el extranjero. Recibí de los colegas de la universidad el apoyo para conocer más sobre el fenómeno educativo. Hubo visitas, reuniones, recorridos, charlas, cátedras formales e informales. Cada día había nuevos temas que revisar, nuevos conceptos que deliberar, nuevas estrategias que aprender. Recorrer la escuela de educación a diario, convivir con sus integrantes, conversar con sus miembros, saborear juntos de una siempre oportuna taza de café, comer de sus platillos, caminar por sus jardines, cruzar sus plazoletas, hurgar en sus bases de datos, hojear sus documentos, nada hubiera sido posible sin la ayuda de nuestros amigos mexico-americanos. Sin embargo de forma por demás curiosa aunque no inesperada y sí bastante frecuente, tuve que viajar al extranjero para aprender más sobre mi país. Salí de México para conocer más acerca de México.

Así Fresno, una pequeña ciudad situada en medio del valle San Joaquín y casi en el centro del California, me había enseñado una vez más que las casualidades no existen; que los hechos circunstanciales se dan sólo en el limitado campo de la ciencia; que la razón de ser y el futuro de un pueblo puede encontrarse intempestivamente, en la representación idílica de nuestras fantasías, en el agitado mundo de nuestros anhelos, en las contradicciones aparentes de nuestros comportamientos y en la inescrutable realidad de nuestros sueños.




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